Doña Camila de Simonato, una pobladora de Comodoro, recuerda a los aviadores pioneros. Camila Raquel Aloyz de Simonato es una mujer robusta, canosa y bien plantada, a pesar de su notable problema de cadera. Un bastón de roble marca sus pasos, guiados por unos vivaces ojos color miel. El rostro, maquillado para las visitas, se engalana con una sonrisa cuando empieza a recordar aquellos tiempos de proezas en el aire.
Camila es hija de Julio Aloyz y Camila Giubetich. Su padre, "el ruso loco", fue el que insistió para que alisaran una cancha de golf para que aterrizaran los primeros aviones que fueron a la Patagonia. Además, su padre tuvo la agencia de Aeroposta Francesa y luego la de Aerolíneas.
"Terminé mis estudios a los nueve años en el colegio María Auxiliadora de San Julián (a unos 450 kilómetros al sur de Comodoro Rivadavia) -cuenta Camila- y de ahí me fui a North Lands, en Capital Federal, a dos cuadras de la quinta presidencial de Olivos. Ibamos en barco: el Asturiano, el Comodoro o el José Hernández".
Cuando iba a Buenos Aires no volvía a la Patagonia por nueve meses, se quedaba pupila en el colegio. El viaje por barco demandaba 7 ó 9 días y las vacaciones de invierno no alcanzaban para realizar el recorrido de ida y vuelta por mar. En invierno no se volaba, y menos con chicos.
"En diciembre de 1931 hice mi primer viaje en avión, tenía 10 años... vine acompañada de un matrimonio, recién casados, el doctor Fernández con su señora, Alicia... eran de Puerto Deseado, y un señor Durán, muy gordo... cuando el matrimonio descendió, el piloto -que no era otro que Palazzo- dijo: 'Durán sentáte en el medio que me desequilibrás todo, y vos Camilita sentáte donde quieras, si querés acostáte en el asiento de enfrente', y me dio un caramelo... Volar era como un sueño, estaba maravillada... ese viaje no me lo quita nadie de la cabeza".
"Nunca tuve miedo de volar porque, como a toda chiquilla patagónica, me encantaba jugar con el viento... además, de chica, yo era más loca que una cabra... con mis amigas nos poníamos en contra de las ráfagas con un poncho, con una campera, con lo que tuviéramos a mano y dejábamos que el viento nos llevara... cuando aflojaba, nos caíamos, y nos volvíamos a levantar y otra vez... por eso yo digo que el niño patagónico cuando crece en ese ambiente, crece fuerte, fuerte de carácter, porque a nosotros nos hace fuerte el clima".
Pero ella está consciente que el ser fuerte no quiere decir no tener miedo, que eso es una fanfarronada mentirosa.
"Como todo el mundo tenés un momento de miedo cuando estás por subir o por ahí si te agarra un pozo de aire o se te zarandea el avión, te da miedo... el no-miedo no existe... el tic tac de tu corazón lo sentís... pero uno superaba todo eso porque era tan maravilloso poder volar de vuelta a casa...".
Hoy, Camila, se siente desprotegida y desconectada del resto del país. La suspensión de los vuelos de Lineas Aéreas del Estado (LADE) dejó abandonados a su suerte a muchos pueblos de la Patagonia.
"LADE, cuando las estancias quedaban aisladas por las heladas, desde arriba nos tiraba alimentos y remedios, nos cuidaba... ahora estamos desnudos... la suspensión de los vuelos ha significado un retroceso.. todo se piensa en términos monetarios... se extraña el paso del 'lechero', como le decíamos a los aviones de LADE...".
Camila se levanta temprano todos los días, prepara el mate y lee el diario, "para sacudir las neuronas", dice sonriente. Su cuerpo, esculpido por los años, cada tanto le pide una tregua y se retira a descansar. Un libro invariablemente la acompaña junto a la cama. Después, ya repuesta, continuará con sus faenas cotidianas, escribirá y pintará (sus actuales aficiones). Y contará sus recuerdos. Siempre hay una mano curiosa golpeando a su puerta.