Por Emilio Urruty
Había una vez un joven castor, en tránsito a su nuevo hábitat, que se metió por error en las calles de Ushuaia.
Durante las pocas horas que duró su visita a la capital fueguina, pudo conocer a una banda de chicos futbolistas, a la representación diplomática chilena en nuestra ciudad y a algunos investigadores del centro científico de la localidad. La estadía fue algo estresante para el pobre bicho, pero salió ileso. Lo que sigue es la crónica de sus andanzas.
Se sabe que los castores roen madera, preferentemente troncos para construir con ellos sus famosos diques y también para mantener a raya los propios dientes, que les crecen demasiado rápido.
El de nuestra historia era un joven castor vagabundo, que se encontraba de casualidad en las costas de Ushuaia y que, viendo tanta casa sostenida sobre palos, se paró y murmuró: "¡Hmm! El sitio ideal para formar una colonia, que de donde yo vengo ya no hay lugar para nadie..."
Fue muy poco original en sus cavilaciones: algunos humanos ya se le habían adelantado cien años antes. Pero el castorcito no veía las viviendas, sino solamente los sabrosos pilotes de troncos.
Resuelto como suelen ser estos bichos, el animal superó el asco que -seguro- le produjeron las miasmas de la bahía Encerrada y avanzó hacia la canchita de fútbol adyacente al edificio que alberga el natatorio municipal. Venía, en realidad, bordeando los fondos de la Casa de la Cultura, dentro de la cual se estaba representando una obra de teatro para niños.
El castor se asomó por una rendija de la sala, y aunque le interesó el argumento de la pieza teatral, continuó decidido hacia los palos del arco de fútbol, que tomaría como aperitivo antes de atacar los zoquetes de las alpinas ushuaienses.
Pero su plan no resultó tan simple. En la cancha, unos cuantos niños disputaban un picadito y el paso del peludo roedor inmediatamente atrajo la atención de casi todos. Descuidaron la pelota hasta tal punto, que los pocos jugadores que permanecieron en el campo de juego convirtieron cuarenta y seis goles en el término de un minuto y medio de partido. Es que los demás ya habían salido del alambrado perimetral y seguían a prudencial distancia al animal, quien intentaba disimular su mirada de deseo hacia los postes. Poco a poco, la peregrinación avanzaba a paso de castor, el animalito pegado a los muros y los chicos a su lado.
"¡Cuidado!, no te acerques que muerde!", gritaba uno. "¡Salí, que estos bichos saltan!", advertía el otro.
Por lo menos quince pibes, con una actitud entre naturalista y hostigadora, se fueron arrimando al castor. Este, con algo de instintiva inquietud, veía demasiadas zapatillas embarradas moviéndose desagradablemente a su alrededor.
Desde su perspectiva, el paseo no estaba rumbeando hacia una suculenta merienda de madera, sino más bien hacia una lluvia de palos. Los nativos del lugar se estaban empezando a impacientar y sus vociferaciones cada vez sonaban peor.
"¡Sigámoslo, a ver qué hace!", sugería nervioso uno de los chicos. "Agarralo", invitaba otro. "Pisale la cola", proponía un tercero. "¡Ufa! ¿Nunca vieron un castor?", rezongaba desde lejos otro, que quería reanudar el partido.
"¡Déjenlo! ¿No ven que está asustado?", defendía el más sensato del grupo, ése que nunca falta para arruinar la sana diversión infantil.
Las patas membranosas del castorcito andariego pronto descubrirían el asfalto. Tratando de ignorar la incómoda compañía de los niños, al llegar al cordón de la vereda el roedor observó a ambos lados de la avenida Maipú para ver si venía algún vehículo. Seguro de poder cruzar, bajó al pavimento y, apurando el pasito, superó el primer carril. Pero le faltaba bastante...
Entonces, del grupo de chicos que había permanecido cobardemente en la calzada mirando con sadismo cómo el animal pasaría a mejor vida bajo las ruedas de un auto, se desprendió el sensato. El buen pibe corrió hasta alcanzar al castor y, abriendo los brazos, detuvo el tránsito por unos instantes, hasta asegurarse que su protegido había por fin alcanzado la vereda de enfrente.
Tras cruzar Maipú, el castorcito errante descubrió con desilusión que allí tampoco había deliciosos postes para roer, y el acoso de los jóvenes humanos se estaba volviendo muy molesto.
Superada la prueba de la avenida, acaso los chicos empezaban a imaginar otros métodos para que la visita del castor a la ciudad resultase inolvidable.
Afortunadamente, en ese mismo momento, desde las ventanas del edificio que ocupa el Consulado de Chile en Ushuaia, alguien estaba observando la evolución de los acontecimientos.
El castor, arrinconado por la excitada banda infantil, ya se disponía a roer algún tobillo cuando apareció la mano salvadora, que dispersó a la chusma. Con la mirada, el animal parecía estar solicitando asilo diplomático, que inmediatamente le fue concedido. Las puertas de la representación chilena se abrieron para él. La amenaza había quedado atrás.
Dentro del consulado, aliviado, pidió pasar al baño. Desde allí, el castor pudo sentir que echaban doble llave a la puerta. Luego escuchó que llamaban por teléfono al Centro Austral de Investigaciones Científicas (CADIC).
¡Zas! ¿Acaso había saltado de las brasas para caer en el fuego? Pasó un rato largo y la puerta no se abría. Por fin, unas personas de blanco llegaron para llevárselo. ¡Lo habían entregado!
Si con los chicos de la canchita había sentido miedo, ahora estaba aterrorizado. Ya se veía embalsamado en una vitrina...
Fue aquélla una larga noche. ¡Hasta tuvo pesadillas! Niños jugando fútbol con una pelota de piel de castor, automóviles que le pisaban la cola, científicos experimentando... ¡Brrr!
Pero a la mañana siguiente, cuando se preparaba con resignación a un seguro sacrificio en favor de la ciencia, las mismas personas que lo habían sacado del consulado, lo subieron a una camioneta y lo transportaron hasta un paraje lleno de apetitosas lengas y coihues. Y ahí lo largaron.
El castorcito vagabundo no lo podía creer. ¿Eso había sido todo? Avanzó tímido hasta el agua y, antes de sumergirse, mirando atrás, dicen que alcanzó a murmurar entre dientes: "¡Gracias, muchachos!"