Un grupo de periodistas y fotógrafos fuimos invitados a conocer la cordillera de la provincia en cuatro días. Una agenda apretadísima nos llevó desde Esquel hasta Lago Puelo. Cruzando el desierto chubutense se descubre un mundo distinto, bendecido por la naturaleza.
En otoño la naturaleza toma su paleta de colores y va pintando uno a uno los rincones de la cordillera de Chubut. Rojo a las lengas, azul intenso a los lagos, amarillo a los álamos, blanco a las cumbres, verde a los cipreses. Un espectáculo difícil de traducir en palabras.
Partimos desde Trevelin. El primer destino es Futaleufú, la represa hidroeléctrica, el río y el pueblo llevan el mismo nombre. Los dos primeros están de este lado de la cordillera, mientras que el pueblo está del lado de Chile. A la orilla del camino crece silvestre la rosa mosqueta, cuyas hojas están volviéndose amarillas y contrastan con el rojo intenso de la fruta.
La ruta a Futaleufú está rodeada de vegetación natural e implantada, al sucederse cipreses, fresnos, maitenes, cohihues, radales. Los oídos no dan abasto para retener tantos nombres que el guía dispara como de memoria.
A mitad de camino hay un pequeño muelle sobre el río. Un pescador solitario pesca con mosca en el agua inmóvil. El paisaje se completa con tres cabañas de madera. Abruma tanta tranquilidad.
Algo interrumpe el paisaje hasta la molestia: las torres de alta tensión que llevan los cables desde la presa hasta la costa atlántica de Chubut. La represa Futaleufú divide en dos al río del mismo nombre. Del lado argentino, queda un angosto curso casi sin corriente. Del lado chileno, el río mantiene su curso natural y se llena de rápidos.
Volvemos. La visita a Futaleufú, sin entrar a conocer las máquinas resultó un poco aburrida. El salto de agua está bajo tierra entubado. Para entrar hay que contratar a algún guía de la Asociación de Guías de Turismo.
Al regresar pasamos por la Escuela 18. La entrada está tapizada por un inmenso colchón de hojas amarillas. Y para los que estamos acostumbrados al gris verdoso de la estepa no paramos de sacar fotos por el impacto de la imagen.
Dicen que en esta escuela unos 300 habitantes del lugar (entre mapuches y galeses) decidieron que querían ser argentinos y no chilenos, cuando un plesbicito los consultó al respecto en 1902. Adentro, los muebles permanecen congelados en el tiempo.
Más tarde tomamos un camino de tierra que nos llevó hasta el lago Rosario. Allá, un camping íntegramente organizado y administrado por jóvenes mapuches se muestra como un atractivo particular, como un logro inmenso de la comunidad huinca, que fue la encargada de capacitarlos. No se termina de entender si visitamos el lugar para conocer la geografía o para enterarnos de este gran proyecto.
El guía dice que no podemos dejar de ir a la cascada Nant y Fall. Otro camino de tierra. A esta hora, ya estamos un poco cansados. Vamos a hacer en un solo día un circuito que los turistas hacen en casi cuatro. Pero ya lo dijo uno de los fotógrafos que integra este press trip "somos fotógrafos y queremos fotografiar; somos periodistas y queremos periodistar". Vinimos a trabajar, disfrutar tiene otro precio. La recorrida promocional es larga y el tiempo corto.
La cascada Nant y Fall es una reserva Turística Provincial que une el lago Rosario con el río Futalefú formando tres saltos importantes en menos de 400 metros. La catarata más grande tiene 65 metros de altura. Estos ríos y espejos de agua corresponden a la cuenca pacífica.
Antes de que caiga el sol tenemos que llegar al Molino Harinero Nant Fach. La excursión reviste doble importancia. Por un lado, la máquina fue íntegramente hecha a mano por Mervin Evans, un descendiente de los primeros habitantes de la comarca; y por el otro, Trevelin significa "pueblo del molino" y vale la pena conocer por qué.
El molino está en una casita de madera que parece sacada de un cuento. Adentro funciona también un museo, que Evans pone en marcha para nosotros. Vemos cómo el trigo se convierte en harina y salvado, y me llevé un puñado de trigo que nunca había visto.
Comprimimos la visita y el recorrido en media hora. La visita "real" debe tomar por lo menos seis veces más. Evans se sabe a la perfección la historia de los molinos harineros de la zona. Habla de las grandes harineras de Buenos Aires, de cómo le quitaron el trabajo a sus ancestros hasta hacer desaparecer esta industria que resucitó a pequeña escala.
El paseo por los alrededores de Trevelin termina en la tumba del caballo Malacara, enterrado en el jardín de la nieta de su dueño. El Malacara se hizo famoso por haber salvado a John Daniel Evans de morir a manos de los tehuelches. Evans, que venía del valle del río Chubut a caballo, se había metido en la cordillera vestido con ropa del ejército. Los tehuelches mataron a sus compañeros y lo siguieron. Dicen que el Malacara le salvó la vida saltando de un barranco.
Los trevelinenses le agradecen el gesto. Si Evans no hubiese vuelto a Gaiman con la noticia de que cruzando el desierto había un valle, montañas y agua, los galeses nunca se hubieran afincado en la comarca y quizá, "esto sería tierra chilena" se empeña en afirmar el guía que nos acompaña.
Terminamos la jornada cenando en una parrilla de Trevelin. Cora, la dueña, nos atiende personalmente. "Hoy me inspiré en la cocina árabe" dice mientras trae quepi y niños envueltos de entrada, también ciervo en escabeche. Cenamos parrillada y después del postre, Cora ofrece licores caseros. El broche perfecto para un recorrido delicioso.
Por Valeria Carrizo